lunes, 1 de marzo de 2010

Aquellos días en el pueblo


Los que tenemos pueblo somos diferentes de los que no lo tienen. Es un hecho. No quiero decir con ello que seamos mejores que ellos, tampoco peores. Simplemente somos distintos. Quien no ha veraneado en un pueblo en su niñez, y luego en su adolescencia, no ha saboreado una libertad que no existe en otro lugar.
Pero quiero especificar que no todos los pueblos son iguales. No es lo mismo veranear en un pueblo de mil habitantes, con tiendas, mercadillo y sucursales bancarias, que es casi una maqueta de la ciudad, que en un pueblo de apenas 25 almas en invierno, con cuatro casas, un frontón y un "bar-centro social-terraza" todo en uno y que sólo abre en verano.
Yo pertenezco al segundo grupo, al de los que veraneamos en aldeas perdidas en la España profunda, y orgullosos de ello, porque cada verano, aunque sólo sea por unos días, nos reencontramos con nuestras raíces.
Si has veraneado en un pueblo de estas características de niño conocerás el sabor de las chuletas bien hechas en ascuas de pino, el frío gélido que te recorre entera cuando te metes en el río, el sonido indescriptible de los chopos agitándose a última hora de la tarde; y te habrán picado las pulgas por estar todo el día con los chuchos del vecindario, y habrás llevado mil abones de los malditos tábanos, y tendrás cicatrices por todo el cuerpo de otras tantas caídas con la bici. Además, habrás conversado con los cosechadores, tus primos te habrán llevado a ojear el jabalí, sabrás distinguir el trigo de la cebada y habrás comido arroz de liebre o codornices escabechadas antes de salir corriendo por la puerta de casa.
Libertad era eso: salir disparado a la mañana y no volver a casa más que para comer. Y nadie te pedía cuentas. Te juntabas con los amigos de fechorías, de todas las edades, y se te pasaban las horas descubriendo tesoros y soñando despiertos. Por la noche, después de cenar, volvías a reunirte bajo una farola, en un rincón perdido, y hablabas y hablabas, contabas historias, imaginabas misterios y hacías confesiones.
Luego, en la adolescencia, cambiaba el ritmo. Las mañanas no existían: sólo la noche y sus verbenas. Que quién nos llevaba. Con quién te volvías. Los primeros "cubatas" y cuántos te bebías. Ramoncín. Rosendo. Kortatu. El frío de la madrugada castellana que se te metía dentro y no lo sacabas en dos días. Conocer a los del otro pueblo. La lluvia de estrellas, en buena compañía, y los amaneceres que siempre te pillaban sentado en la acera, charlando con la boca de trapo. Pero lo mejor eran las tardes, cuando te reunías somnoliento para fumarte un cigarro a escondidas y reírte de la noche anterior.
Y aunque ahora intentes hacer lo mismo ya no es lo mismo. Ahora cuando nos reunimos lo hacemos para revivir las batallitas de aquellos años, porque aquel tiempo que voló ya no volverá pero nos ha dejado una huella permanente, nos ha hecho diferentes.

2 comentarios:

xarela dijo...

aunq sea de un pueblo gallego, hemos comentado mil veces las similitudes... no hay nada como veranear en una aldea, con vivencias imposibles en otro lugar!!!
lo único q a mí todavía se me siguen pareciendo los veranos a los de la adolescencia... seguiré intentando mantenerlo mientras pueda!!! ;-)

xarela dijo...
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