
Dicen que zambullirse en la Gran Barrera de Coral australiana es bautizarte en esto del buceo, no importa que ya seas un submarinista experto. Estas aguas son un santuario y su fragilidad estremece, como si todo lo que hicieras, incluso rascarte una oreja, pudiera dañarlas para siempre. Te mueves con precaución, atento a los bancos infinitos de peces de colores, grandes, pequeños, amarillos, azules; a las rayas inmóviles, medio ocultas en la arena, a las tortugas, a los meros, a los erizos de mar, a todos los seres a los que de repente molestas porque sí, porque te da la gana, porque te sientes un aventurero y quieres sacar el máximo partido de tu viaje. Tu diversión está garantizada, y tu seguridad también (saludas a tu monitor uniendo el pulgar y el índice, porque todo va bien), y entonces una sombra alargada te observa a ti, no al revés, desde el azul oscuro de las aguas más profundas, como si se asomara a una ventana. Es un tiburón de arrecife, de metro y medio de largo, y percibes su odio, y tu corazón se acelera, y el monitor viene y te aleja de allí y une el pulgar y el índice, porque todo va bien, pero tú sólo quieres regresar vivo y dejarte caer en la cubierta del barco de recreo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario