En Islandia no hace tanto frío como pudiera parecer. Es el corto y fresco verano lo que más llama la atención: a lo sumo un mes y medio con 24 horas de luz y una temperatura media de 10 grados.
El invierno es oscuro y gélido, aunque estable a un bajo cero soportable, suavizado por las corrientes templadas del Golfo.
Los primeros habitantes eran aguerridos vikingos que llegaron y decidieron establecerse, atraídos por aquella tierra inhóspita de la que de tanto en tanto emanaban chorros de vapor y fumarolas sulfurosas que calentaban el suelo basáltico y pedregoso.
Los clanes se repartieron por la isla y se organizaron en tribus que se reunían un par de veces en verano a tratar los problemas comunes. Es en esas reuniones donde los historiadores consideran que nace una incipiente democracia.
Que los fieros vikingos fueran capaces de atemperarse y dejar de lado sus diferencias por el bien común es un rasgo que han heredado los nuevos islandeses, generación tras generación.
Los islandeses modernos comparten todos ellos unos rasgos poderosos, una piel translúcida y una calma inquebrantable. Juntos superaron duros inviernos, hambrunas eternas, la persecución religiosa y la explotación de sus congéneres continentales, y los pocos que sobrevivieron han mantenido una tradición oral única y una lengua casi medieval que es su mayor tesoro.
Ahora llevan un par de años toreando una crisis financiera atroz y los caprichos de un subsuelo vivo y en permanente cambio. Pero no son héroes, ni siquiera yetis, son sólo hombres y mujeres como nosotros, afectuosos, reflexivos, con ganas de divertirse y de entablar amistad, y una amplia sonrisa que pocas veces pierden.
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